En la última película de Balabanov varias personas –un gángster, un músico, un alcohólico, el padre de éste y una prostituta– viajan en un Jeep negro rumbo al campanario de la felicidad, una misteriosa iglesia que, en algún lugar entre San Petersburgo y el pueblo de Uglic, en un no-lugar sumido en un perpetuo invierno radiactivo, hace desaparecer a algunos elegidos, transportándolos a la felicidad. Retorciendo irónicamente un prestigioso y explícito referente –Stalker (1979), de Tarkovski, y aquella “Zona” donde los deseos se volvían realidad–, Balabanov se muestra lúdico con las fórmulas del cine (la película de gánsters y la road movie musical), completando, entre risas y extrañamiento, una mirada oblicua a los eternos conflictos del alma rusa